Por: Santiago Alarcón Ceballos @alarcons1
Estudiante de Comunicación y Relaciones Corporativas
Universidad de Medellín
Crónica
Crónica
Hacía
mucho no oía esa frase tan rimbombante para hijos, novios y esposos; “tenemos
que hablar”, pero en ese clásico café del pasaje Junín, en Medellín, detecté
que algo no andaba bien en la mesa de al lado. Aunque el lugar estaba lleno, y
el resto de mesas rebosaban de un cálido pero suntuoso aburrimiento, los que
estaban al lado del grupo de mujeres con las que me encuentro padecían un
ambiente particularmente hostil, en cuanto a silencios.
Estaba
en el café-repostería Astor, un lugar con más de ochenta años de historia en
una de las calles más representativas y recordadas de la capital paisa, Junín.
Es el pasaje de las historias, de los negocios, de la política y del amor. En
ese lugar que goza de una ubicación estratégica en el centro de la ciudad,
entre la avenida de La Playa y el Parque Bolívar, han crecido diferentes
generaciones que dejan sus recuerdos alojados en los negocios más antiguos,
como Versalles y el famoso Astor, fundado por un argentino en épocas de Gardel.
Todo es un marco comercial, mientras se camina entre las líneas del piso recién
reformado, se erigen casetas de ventas clandestinas, decenas de corredores
comerciales y decrépitos vendedores de lotería y tintos. Después de un
recorrido por uno de los ‘sanandresitos’ más reconocidos del sector, decidí con
mis compañeras, hacer una pausa para descansar y comer en el café del logo
clásico y rojo.
Eran
las cuatro y cuarenta de la tarde, con el calor bochornoso característico del
centro, y sentados en una de las mesas de la pared, en el costado sur del
local, reconocí, además de que tenía muchísima hambre, que la pareja de al lado
no tenían tan buen semblante como lo tenían, en general, todos los demás viejos
(clientes) del sitio. Yo estaba enfrente de ellos, y entre nosotros, estaban
dos de mis cuatro compañeras de trabajo, que además ayudaban a disimular un
poco mi inescrupuloso interés.
El
hombre era robusto y canoso, sus arrugas lo situaban en los sesenta y cinco
años aproximadamente, pero sus ojos decían que apenas pasaba por el tercer
piso. Vestía una camisa de cuadros azul y un sombrero corto, de esos que me
recuerdan la calva de mi abuelo, y bebía a cortos sorbos, un café oscuro con
galletas. Su acompañante, poco podía observarla debido a la posición de
espaldas que tenía, pero en mis escapadas al baño le vi un collar de perlas que
le iluminaba el rostro lleno de amarguras; pareciera que sus accesorios y su
vestido largo y crema, representaban los sueños y andanzas que ahora no tiene.
Tiene una posición totalmente rígida y una mirada punzante, tanto que me da
escalofrío pensar que me pudo haber devuelto la mirada, a parte, no consumía
nada.
Lo
particular de aquella escena era que en el medio de los dos viejos, estaba un
joven, casi niño, de unos catorce años, aún con el uniforme de su colegio
“Madre Laura”. Parece que no quiere saber mucho de lo que pasa, mientras espera
su orden, se mantiene en conexión constante con su BlackBerry, y mira
esporádicamente al anciano.
No
quise hacer suposiciones apresuradas, pero la manera en que el viejo cogía del
hombro al niño, mientras miraba fijamente a la mujer, dio a entender que si hay
un vínculo estrecho entre ellos. Cuando llega la mesera, pido una Copa
Gabriela, un gran helado vainilla francesa y chocolate, con viruta de
chocolate, salsa de mora, crema chantilly y un merengue, y ahora que lo
recuerdo me dieron unas ganas impresionantes de una copa en este instante, pero
no es el caso. La orden tuvo la clara intención de alargar nuestra estancia en
la mesa, y sin apuros me fui comiendo el helado. Escuché un “no puedo con vos”
de parte del señor, ruego en mi interior que la conversación en nuestra mesa se
tornara más suave, pero no pudo ser, sin embargo en los gestos abruptos de los
brazos y la agresividad de sus cejas fruncidas, supe que el señor discutía con
su mujer, enfrente del que podría ser su nieto,
o ¿por qué no?, su hijo.
Al
niño le trajeron una Coca cola y un pastel dulce, entre tanto miraba su celular
y de vez en cuando participaba de la situación con palabras solitarias. El
hombre lo observaba frecuentemente, y cada vez más se esforzaba en no mirar a
“su” mujer.
Eran
las cinco y veinte, algunas de mis compañeras ya tenían que irse, y se decidió
pedir la cuenta. Es cuando la señora de pronto agarra la mano del niño y se la
enseña al señor de manera imprudente, era la primera acción determinante de
ella en toda la conversación, pero el joven se suelta y tratar de no prestar
atención sino a su celular, algo casi imposible en su caso.
Cuando
me disponía a salir del lugar, y de manera lateral y poco sensata, observé que
caían algunas lágrimas en los grises pómulos de la vieja, y el señor apenas
estaba terminando su café, ya frio me imaginé. En el momento en que pasamos a
su lado, logré escuchar otra sencilla frase, esta vez, por parte de ella:
…"tenemos que hablar, Antonio".
Algo
me dice que la situación que viví cuenta con suma importancia, me pregunto si
algún día la señora se habría referido a “su marido” como ‘Toño’, si alguna vez
habrían sentido amor y cariño entre ambos, porque ese niño me narraba historias
entre copas y cafés, entre flores que vendían a la salida y tangos que bailan
en los bares de los segundos pisos, y me recordó que entre hombres, siempre
estará esa frase que nos vulnera y nos causa náuseas, que jamás queremos
escuchar, y que hasta Antonio con su porte impecable y rígido, se pudo afectar
en el momento. Por más que aparentemos podemos llegar a ser los borregos de las
mujeres, porque aunque desgraciadamente no pude quedarme y ver el desenlace, lo
más probable, según el criterio conservador con el que se discutía, es que
Antonio, por más enfadado o indignado que pudo estar, habría un espacio para
caer de nuevo en el perdón, la impunidad de lo desconocido, porque
sencillamente, ella fue la razón para salir de la casa, ir al Astor y tomarse
un muy elegante café y deliciosas galletas, una tarde especial.
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