jueves, 15 de noviembre de 2012

Un cadáver que vivió en la bóveda de un cementerio


Por: María Clara Carmona Restrepo @ClaraRtpo
Estudiante de Comunicación y Relaciones Corporativas
Universidad de Medellín
Reportaje

Una promesa de amor llevó a un hombre a pasar 26 meses en la bóveda de un cementerio, sumido en la droga y en el alcohol, y con la única compañía de sus amigas: las ánimas del purgatorio.


El 13 de septiembre de 1997 le llegaron con la dolorosa noticia, de que Inés Vélez, su madre, se encontraba a punto de morir; él, prefirió rematar la pata de marihuana que apretaba en sus dedos manchados por la nicotina venenosa, y expresó con arrogancia e ignorancia que los temas del mas allá no eran problema de él. Luego supo por boca de su hija Piedad Marcela, que la mujer que le había dado la vida había dejado de existir en el más acá.

Aquella noche, luego de la traba de todos los días acurrucado en su cambuche de plásticos y cartones, sintió que un espíritu le remangaba el plástico de la entrada del mismo, y que un frío lento y penetrante lo envolvía de la punta de los pies a lo que quedaba de pelo en su cabeza. Mientras miraba el cabo de vela apagarse supo que aquel ventarrón no era otra cosa que el espíritu de su madre que quería despedirse de uno de sus cinco hijos hombres al que dejaba sumido en la droga y en el abandono por causa de la misma, luego de treinta y tres años entregado a ésta. Aceptada la furia del espíritu debido a su grosería, un cigarrillo de marihuana más grande de lo normal le ayudó a conciliar el sueño. Y en el, revivir épocas pasadas, como cuando era joven, y jugueteaba con sus demás hermanos, y además, era amigo de su padre, Alejandro Rico, relación que se deterioró con el paso del tiempo hasta el punto de no dirigirse la palabra.

El entierro de su madre reunió a su alrededor a un sinfín de familiares que vieron sorprendidos a Álvaro de Jesús Rico Vélez, mas conocido como “Titi”, afeitado y bañado, así como estrenando ropa que unas tías religiosas le habían regalado luego de convencerlo de asistir al funeral de su madre. En un principio, él no quería saber nada de velorios y de entierros, pero por la insistencia de su hija y de sus tías, decidió que dos guaros dobles y un “pucho” bien cargado como el mismo lo llama, le darían ánimos suficientes para enfrentar las caras largas de sus allegados y el rostro inerte de su madre.

Sereno y perdido en sus recuerdos, firme al pie del ataúd que cubría el cadáver de su madre, terminó el sacrificio de aquella Eucaristía, dándole un sonoro beso a la frente blanca y fría de ella, y remató adornando sus dedos reposados y sin vida, con un clavel blanco que robó de uno de los ramos que adornaban tan triste ceremonia. Terminada la primera parte del ritual del entierro, una idea loca empezaba a pasar por su cabeza. Invitando a sus demás hermanos, a cargar en sus propios hombros a quien les cargó a ellos toda una vida, rechazó a otros que querían ayudar en aquella tarea.

Corrió hasta el extremo de la bóveda, el cajón negro con los despojos de su madre, “Titi”, creyó conveniente hacer desalojar el pasillo del campo santo, argumentando, de que nadie debería llorar por el descanso que tendrían los sufrimientos que había pasado esta mujer en vida, todos los problemas de sus hijos. Nadie imaginaba que por la mente de aquel vicioso vagaban los recuerdos más hermosos y las intenciones más nobles que un hombre pudiera tener.

Nadie alcanzo a imaginar, que un ser humano, por el amor a su madre, era capaz de trasladar su vivienda, al pie de la sepultura de un difunto, menos sabiendo que aquel difunto, ya tenía escriturada su morada en un campo santo, nadie le hubiera creído a “Titi” cuando le prometió a su difunta madre, que él, no la abandonaría nunca más; con aquella promesa, la bóveda 108 del cementerio de Ciudad Bolívar, tuvo un inquilino vivo, un cadáver en vida, que salía a espantar los males del mundo en el día y a alimentar un vicio que no podía dominar. En el diálogo sobrenatural con su madre, “Titi” le explicó a la difunta, las razones que tenía para tomar aquella decisión; quería cuidar de ella mientras él viviera para que nadie intentara perturbarla, aunque el perturbado fuera él.

Fue así como empezó  lo que causaba admiración entre quienes se enteraban del suceso; en la bóveda 108 del cementerio un hombre cubría su cuerpo con cartones y novenas a las animas del purgatorio, acompañado de los huesos de sus vecinos difuntos, buscaba paz para su alma. Al sonido de su respiración, respondía el silencio sepulcral de las calaveras. Solo las lluvias temporales incomodaban a “Titi” en su claustro solitario y frío y, a veces, uno que otro roedor en forma de chucha o el boom boom de algún cadáver que explotaba debido a su fermentación natural, los demás, el ulular de búhos, chillar de grillos y gusanos devorando muerte le servían de arrullo de sus trabas monumentales.

“Qué culpa tengo yo cuñadita, de que usted me guste tanto”, escuchó “Titi” que le susurraba al oído, la viuda alebrestada a su amante lesbiana mientras la besaba y la acariciaba en presencia de las miradas de los difuntos y el silencio sepulcral de un pasillo del cementerio. “Titi ”, como en muchas otras veces, al terminar de fumarse su “diablo” como él llama a sus cigarros de marihuana, escuchó susurros y gemidos placenteros que no podían venir de los difuntos, ellos cuando hacían acto de presencia, era para acompañar a “Titi” en sus rezos y no para fornicar, hacían presencia espiritual y luminosa, más o menos como alumbra una luciérnaga, pero eran ellas, las animas, para guardar por el bien de su inquilino malicioso y soplador y no para molestar la sepultura de un marido cachón y altanero que pagó cara su petulancia y para colmo, después de muerto, contemplar inerte como, su viuda se iba a fornicar al pie de su tumba, con su propia hermana.

“Titi”, tal vez iluminado por sus guardianas las animas tuvo la buena idea de espantar para siempre de sus lares a aquellas desvergonzadas que no le respetaron el sueño entrecortado a él, ni a sus amigas las animas; disfrazado con un “poncho” blanco, alumbrado con un cabo de vela y calzando unas botas vaqueras negras, que una vieja amiga le había regalado, taconeaba duro y pausado, mientras se le acercaba a las lesbianas con la intención de romper el acto carnal y de paso, espantar del cementerio, lugar sagrado para él, a aquella viuda lujuriosa que iba a mortificar el anima en pena de su difunto esposo.

Aterradas por aquella aparición fantasmagórica, las lesbianas corrieron como locas despavoridas, acatando solamente a recoger su ropa, que se mal colocaron en las afueras del campo santo; en el sitio del acto, quedaron unas llaves y lo que quedaba del guaro y los limones, que alentaron a las amantes a buscar tan incomodo lugar para sus deseos sexuales. Aquella noche a “Titi” le correspondió acabar con lo que quedaba de guaro y le tocó tranquilizar a sus amigas las animas, con unos rezos que recitaba entre sorbo y sorbo; presentía en su embriaguez que aquella broma podía costarle la vida, sus compañeras de cambuche, le murmuraban a su lógica, que aquel par de lesbianas, no se olvidarían del espanto que les interrumpió su romance sepulcral.

Así como se va tejiendo una telaraña; que la arañita planea y ubica cada hilo en donde corresponde, así mismo empezó la lesbiana viuda a planear la muerte de aquel espanto que le dañó su romance y de ñapa, era testigo de sus gustos sexuales, lo que no le convenía que se supiera en el pueblo, dada su reputación de señora; aunque en la realidad, solo fueran ciertas, las seis primeras letras de reputación.

Averiguaba sobre lo que le sucedió, no podía ser obra de muertos, la lesbiana, supo que en la bóveda 108 del cementerio habitaba “Titi”, ese vagabundo vicioso que en muchas ocasiones, le había lavado el carro de su difunto esposo en el parqueadero “Los búcaros”, habría que dejarlo en su sepultura, encerrado, para siempre al igual que su secreto.

50 mil pesos, iba a recibir un antiguo mesero de los billares para que se hiciera cargo de “Titi”, la trampa que le había tendido la araña no podía fallar, sus hilos de seda, eran infalibles. Avisado por sus guardianas las animas, o tal vez el alma de su madre que prometió cuidarlo, “Titi” presintió la llegada del sicario baratero que creyó fácil su trabajo, solo era cuestión de atisbar la 108 del cementerio donde habita un muerto vivo que espantaba a las lesbianas, y extravió las llaves del negocio heredado de su malicioso marido.

Encaramado en el techo, “Titi”, veía el sicario como alumbraba el hueco vacío de su bóveda y el rostro asustado del principiante matón, que no comprendía cómo se la había escapado su víctima; el mismo lo había visto subir a la cima del cementerio buscando su guardia sepulcral. Aquel primer intento de muerte, fue tejiendo la leyenda de que al “Titi” lo cuidaban las animas; “Ninilla”, el hombre que había recibido 10 mil pesos para que le señalara el camino al sicario, se encargó de regar el cuento entre sus amigos viciosos, él había sido testigo, de que ese man, se esfumaba cuando lo iban a matar. Enterado el difunto vivo de toda la red que habían tejido a su alrededor para callar su broma lujuriosa, se le apareció en el día a la viuda reclamándole respeto por su vida y el campo santo, o si no, el de sus amigas las animas, de lo contrario daría a conocer la debilidad que tenía por su cuñadita. Comprendiendo la viuda que la llevaba perdida con las ánimas del purgatorio, así como con “Titi”, optó por dejarlo descansar en paz, aunque ahora el que se revolcaba en su sepultura era su difunto esposo.

“Pobrecito el señor, no alcanzó ni para comprarle un cajoncito” decían entre dos ancianas llorosas que se quedaron contemplando la bóveda 108 en donde estaba durmiendo su traba “Titi”. Aquella mañana, quizá por su traba, o porque se había acostado pasadas las doce de la noche, “Titi” se dejó coger del día, lo que les permitió a las señoras enlutadas percatarse del singular espectáculo; un difunto en su lugar de reposo eterno, pero sin las cuatro tablas que lo debían proteger del frío que estas bóvedas traen consigo. Cuando “Titi” escuchó el lamento de las madrugadoras magdalenas, sintió ganas de reír, pero el recuerdo de su madre pidiéndole respeto por el campo santo se lo impidió; más bien asumió su papel de muerto con la seriedad del caso y dejó que las ancianas elevaran sus plegarias por aquel desamparado que no tuvo ni siquiera un cofre carcomido de polilla para su último viaje. Contrario a lo que “Titi” pensaba era común y corriente, para aquellas “lagrimonas” no era, fueron a contarle al padre Arturo lo que habían visto. 

El sacerdote, convencido de la idiotez de aquel cuento llamó al sepulturero para que le confirmara el chisme, este, en solidaridad con el difunto vivo, le dijo que eso era imaginación de las viejas chismosas y lloronas, que la bóveda 108, estaba desocupada, y el mismo podía ir, eso sí en el día, a verificarlo. Con aquella afirmación del enterrador, “Titi”, logró que su rutina de enterrarse vivo, no fuera interrumpida, salvo una que otra vez, como cuando las lesbianas,  o cuando los satánicos decidieron hacer sus ritos orgiásticos, los cuales tenían de todo, sexo, licor, bareta, perica, “cacorrismo”, lesbianismo, y otras cosas más, incluida la sacada de un muerto a participar de la orgía amorosa de su novia satánica. Cuando “Titi” era testigo de todo este desorden que creaban sus colegas vivos, se refugiaba aún más en su bóveda que protegían sus amigas las animas, de las que sabía, le agradecían sus rosarios y oraciones motivo por el que, él las saludaba cada que llegaba a buscar su dormida “cómo estás 109, qué hubo 110, cómo le fue hoy 102”, a las que no les alcanzaba el saludo, les tiraba unas piedritas como señal de amistad, luego prendía su “pucho” de marihuana y se acostaba a soñar con su madre; soñaba que lo mimaba y lo cuidaba.

Lleno de perica en todos los bolsillos, sucia y pálida como momia viva que él era, “Titi” acostumbraba emprender la subida del cementerio todos los días a eso de las once de la noche. Terminada su labor de limpieza a una de las mesas de billar que un amigo suyo tenía en su negocio, el muerto viviente daba algunas vueltas por los toldos de fritanga, tratando de que el colesterol se le impregnara en su cuerpo raquítico y maltratado. Cuando las dos papas y la gaseosa sabor uva, su favorita, que eran su comida, se acomodaban en la cavidad angosta de su estómago, allá, en el último lugar que quedaba a salvo de la droga, el ánima en pena que era “Titi”, buscaba su refugio vampirezco.

“Titi” sabía por la costumbre, que sus amigas las ánimas, los esperaban en el hotel cinco estrellas que él invadía, para ellas “poder dormir en paz”, ellas venían a esperarlo abajo, allá donde empezaba la subida al campo santo y juntos empezaban sus oraciones que terminaban cuando “Titi”, la cabeza asomaba en la sepultura, sus pies contra el fondo de la fosa, se despedía de todas ellas. Detrás de un eucalipto que estaba en medio de la loma del cementerio, una figura enigmática y perversa hacia ademanes de apuntar a un blanco invisible que no aparecía en el oscuro camino, aquella figura desconocida, esperaba con paciencia a que su víctima subiera a buscar su dormida para atentar contra él a lo lejos. Aquel era el segundo intento de alguien, para quitar de en medio al vicioso “Titi”. No sabía aquel matón que a “Titi”, las ánimas lo rodeaban para subirlo a la sepultura y que los muertos tuvieron su día y su hora, a “Titi” le faltaba mucho por ver y escuchar. Supo después de boca de un amigo, que aquella noche se había salvado, porque el homicida se había asustado al verlo acompañado de alguien, que debió ser el alma de su madre, y no tuvo agallas para apretar el gatillo. “Titi” supo entonces, que no solo la viuda alegre quería verlo muerto para siempre, sino alguien más. Acrecentando su diálogo nocturno con el mas allá, el inquilino de la bóveda 108, sabía que la muerte lo andaba rondando y no era precisamente para hacerle compañía; lo quería eternamente para ella, así como tenía a los demás huéspedes de aquel cementerio, lo quería en la bóveda 108 de día y de noche, sin saliditas a buscar vida y vicio, sin espanticos de mentiras.

Fue tanta la insistencia de las dolorosas ante el padre Arturo, que él, un día salió en búsqueda clandestina acompañado de las denunciantes, a verificar con sus propios ojos lo que estaba sucediendo en aquel lugar. Despertado de su limbo narcotizante por el bullicio de las camanduleras, “Titi” supo que el administrador de su vecindario se hallaba al pie de su sepultura, dispuesto a reclamarle por ocupar el inquilinato sin su consentimiento.

Guardando la esperanza de que el hambre derrotaría al Padre, “Titi” simuló seguir durmiendo, igual que hacían sus vecinos. Transcurridas dos horas de aquella batalla imaginaria, el resucitado, bajó de la fría loza a buscar el agua que espantaría la prueba de su letargo. En esas estaba, cuando lo encontró el Padre que lo saludaba amablemente. Cogido con su cuerpo en la sepultura o en esta casa, con los pies en la bóveda, o mejor, con las manos entre los cadáveres, “titi” no tuvo más que hacer sino confesar su atrevimiento al sacerdote, que incrédulo lo escuchaba lelo. Fue así como le contó al Padre, de la promesa hecha a su madre el día del cementerio, de sus noches espantando satánicos y lesbianas, así como su intención de desocupar la bóveda si él así lo quería, “no quiero que mis problemas sean sus problemas” terminó por decirle “Titi” al Cura, quien le respondió que “sus problemas si eran su problema” y optó por dejarlo de inquilino en la “alcoba” 108 de su “hotel”, era lo menos que podía hacer con aquel cadáver soplador, que había tenido la valentía y la cordura de confesar ante la misma autoridad eclesiástica, los motivos que lo llevaban a hacerle compañía a los difuntos; hasta donde el cura sabía, era la primera vez que aquello sucedía y él era testigo de tal suceso. Como buen consejero espiritual y material que era el cura, trató de convencer a “Titi”, que dejara aquel incomodo cuarto por un alto cargo en un centro de rehabilitación que administraba la parroquia por aquellas épocas. “Titi”, Convenció al pastor de ovejas descarriadas, de que él prefería estar al lado de vivientes más confiables y amistosos, que ellas algún día le ayudaría a dejar su vicio de bareta y perica, de lo cual, él, era consciente lo mantenía con un pie en la sepultura y otro en la calle arriesgando su pellejo de momia viva.

Las motos no eran conocidas en el pueblo, incluso, notó que una de las tres que había, no tenía la placa. Con la malicia indigente que había aprendido en la calle y en los antros de vicio que solía frecuentar en “la zona”, como es llamado el sitio donde venden la droga en Ciudad Bolívar, “Titi” comprendió que aquello no era normal. Cuando se cansó de la bullaranga del parque y del olor a “cagajón” de los caballos que habían en aquellas fiestas, emprendió su viaje a la 108 a prenderse su diablo, como el llamaba a los “baretos” de bazuca. En la entrada del campo santo estaban las tres motos, rodeando el cementerio por la parte de atrás, se escondió en un guamo que sobresalía por encima del muro y desde aquella posición pudo ver y escuchar a los sicarios que se repartían posiciones para no dejar escapar el ánima de “Titi” cuando éste llegara a dormir. Sabiendo que en estos casos, la paciencia puede más que la ansiedad de los asesinos, el candidato a cadáver guardó silencio y esperó que los tres sicarios se cansaran de esperar, lo que al fin sucedió. Convencido de que al menos por aquella noche no darían cuenta de él, “Titi” dialogó con sus guardaespaldas las ánimas y no pudo dormir tranquilo. Los tres sicarios, conversando entre ellos, no comprendían cómo su víctima se les escaba, entre rabias y ansiedad, dijeron el nombre de quienes querían muerto a “Titi”; su esposa y el amante, la mamá de sus dos hijos vivos y uno muerto a causa de haberse ahogado teniendo apenas 3 años y 3 meses de vida. Eran 100 mil pesos lo que estaban dando  estas dos personas muy allegadas a él, para quitarlo del medio. Querían que no estorbara para ellos fornicar en paz, viendo que ya eran varias veces las que habían querido despacharlo al mas allá, “Titi” decidió irse a tierras vecinas como Medellín y el Chocó, llevándose lo que tenía puesto y el recuerdo y amparo de sus ánimas benditas.

Antes de marcharse recordó, las veces en las que tuvo que defender el cementerio y a sus habitantes de las hordas de satánicos borrachos que pretendían crear sus carnavales satánicos en el lugar que albergaba el cadáver su madre, recordó a los amantes exóticos que para poder ritualizar su entrega carnal, buscaban los extramuros de este lugar, y al frente de una determinada bóveda, iniciaban su entrega lujuriosa, testimoniada por los clic clic de una cámara fotográfica puesta en automático, que no dejaba escapar ni una de las posiciones sadomasoquista de los dos cuerpos que insistían en retratar su delito amoroso en aquel lugar, que fuera creado no propiamente para aquellos actos. Fue tanta la sorpresa de “Titi” viendo aquel show, que igual que a las lesbianas, les armó su espanto; esta vez con un tarro viejo y bulloso que despertó a los amantes de su nido pasional, curándoles del susto sus instintos carnales poco comunes. Recordó, además, una noche de luna llena, cuando doce satánicos armaron su orgía de sexo y rezos; y hasta de muerte, si “Titi” no hubiera tenido la precaución de esconderse.

Cuando estaban en el clímax de su orgasmo ritual, decidieron que “Titi” era un testigo ocular que debían eliminar, sabían que él, los había visto, cuando se robaban una tumba y retiraban los restos del difunto, haciendo luego quemas y ritos con el ataúd, no podían dejar vivo al testigo de la forma en que guardaron los restos en una caja de cartón que llevaron para tal fin, era demasiado riesgoso para ellos, que “Titi” viera y de pronto contara todo, más aún sabiendo que con aquella luna llena y el alboroto, los pudo haber identificado.

En aquella ocasión, de nuevo el montón de lucecitas salvaron el vicioso de morir. Al no encontrarlo en su sepultura dejaron de pensar en él. Mientras tanto, él escondido detrás de unos árboles, observaba el carnaval. Cuando se armó el bochinche y la bulla por la pérdida de los huesos del muerto, “Titi” enfrentó al jefe de los satánicos para que devolvieran el cadáver a su sitio, o sino, los aventaba ante las autoridades; el pacto fue sencillo y rápido él no había visto nada y ellos seguirían en la clandestinidad y el muerto volvería, después de un mes de vacaciones a la tumba, eso si palabra de macabros, el cementerio nunca volvería a ser escenario de ritos satánicos o “Titi” hablaría y señalaría.

Cansado de todo esto y con miedo de perder su vida, “Titi” se despidió de sus amigas las animas y éstas lo despidieron dándole las gracias por sus rezos y cuidados, con un desfile de lucecitas que no eran luces pero alumbraban, tanto que le señalaron el camino que lo guió al encuentro consigo mismo, permitiéndole dejar el vicio que lo había atrapado, sin necesidad de ningún centro de rehabilitación, solo con la firme decisión de regenerarse. Hoy en día, “Titi” es una persona sana y servicial que todo el pueblo quiere, saluda y busca para hacerle encargos y de paso sacarle las anécdotas que vivió en sus veintiséis meses de inquilino en la bóveda 108 del cementerio. Algunas personas que fueron testigos de lo que vivió “Titi”, se asombran de verlo regenerado y útil a la sociedad, se asombran del camino que sufrió ese muerto que debían buscar en el cementerio para que fuera a lavar un carro, “estamos en la hija de puta olla, desde que tengamos que venir al cementerio a buscar un cadáver para que me lave el carro”, afirmó alguien un día, cuando le contaron el cuento de “Titi” y su bóveda; tuvo que verlo para creerlo. Con una cortesía digna de admiración en un hombre de su clase, “Titi” se ríe de su pasado y en el interior de su alma, lanza ruegos a sus amigas las ánimas del purgatorio; y ruega en especial, a la de su madre, para que no lo vuelva a dejar caer en las tentaciones de la droga, y de paso lo libre de los actos que a él le tocó ver y espantar.

“Titi” es un hombre absolutamente diferente, con ganas de vivir y salir adelante; hoy en día trabaja como pintor de fincas y en esta ocasión fue contratado para pintar 13 de éstas, es un hombre solidario y respetuoso, que vive al lado de 3 hermanas con las que no se lleva muy bien debido a su cambio de actitud para enfrentar la vida, y además, vive al lado de su padre, del cual volvió a ser amigo en tristes circunstancias, ya que hoy en día Don Alejandro está un poco mal de la cabeza, pero “Titi” lo ayuda y le ofrece lo mejor que puede brindarle: su amor y comprensión en todo momento.

Personas como Clara Inés, conocen a “Titi” desde antes de caer en la drogadicción y de su paso por el cementerio como muerto viviente; con el paso del tiempo lo valoran más y le tienen un aprecio más grande del que le han tenido siempre, que ha sido mucho. “A “Titi” nunca se le negó la entrada a la casa, ni un almuerzo o cualquier cosa que necesitara, siempre contó con el apoyo de todos en esta casa y es que lo más importante es que aunque “Titi” estuviera entregado a la droga jamás hizo nada malo como robar o matar para que perdiera el cariño de todas las personas que crecimos con él y lo conocimos de toda la vida”. dice Clara, con alegría y entusiasmo.

El 14 de noviembre del presente año, “Titi” cumplirá 15 años de regenerado y en honor a este gran esfuerzo y por supuesto al triunfo que tuvo como una muestra de superación le harán un reconocimiento en las “fiestas del arriero” que se celebrarán del 7 al 12 de noviembre en el municipio, porque fue precisamente en una fiestas que “Titi” tomó la dura y definitiva decisión. Desde aquel día, él prometió que jamás lo verían en la calle después de las seis de la tarde, para recompensar el tiempo que perdió trasnochando y siendo un degenerado en las calles de Ciudad Bolívar; hoy en día y después de tantos años ha cumplido su promesa y se siente feliz y honrado de este reto que se propuso y que a su modo de ver ha sido la mejor decisión que alguien pueda tomar.

“Titi” ha ayudado a muchos drogadictos desde ese momento, con una palabra de aliento y de ánimo los ha motivado para que salgan adelante y entiendan que si se puede, a la única persona que ha podido convencer de tomar tal decisión es a su hija Piedad Marcela, quien consume desde los 10 años, la misma edad en que él comenzó. 

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