lunes, 15 de mayo de 2017

El pelaito que quería ser profesor

Por: Jorge Uribe Piedrahita 
Comunicador Social /Organizacional
Periodista
Especialista en Mercadeo Gerencial
Magíster en Administración
Docente Universitario




"¡No estudie eso que eso no da plata!", "Cuidado que los que estudian para ser profesores es porque no son capaces con más nada", "¿Pasó a Licenciatura en la de Antioquia? ¡Mmmm, no pasó a nada!", "¿De qué va a vivir si quiere ser profesor?", estas son algunas de las frases que siempre escuché cuando de niño manifestaba que quería ser profesor, como si el destino de aquellos que amamos la docencia fuera marcado por piedras y clavos que solo hacen sentirse incómodo al caminar. Sin embargo y ante la presión de aquellos que estigmatizan a los que estudian licenciatura, siempre tuve presente que quería ser profesor. Veía en mis maestros la oportunidad única de ser feliz trabajando con estudiantes, de construir futuro y sembrar optimismo en aquellos jóvenes que iban todos los días a las 6:45 de la mañana a aprender o simplemente, a cumplir con una obligación de aquella sociedad "correcta" que tiene estipulado un recorrido académico para ser alguien en la vida. 

De joven disfrutaba trabajar con mis compañeros, ser el líder del grupo, presentarme a las elecciones de representante de grupo... y sí la maestra de sociales pedía a alguien transcribir de un libro en el tablero, me paraba como una bala para ser el voluntario que llenaría de letras este recuadro verde del que aprendíamos. Algunos profesores me inspiraron, como Nelly Roldán y sus divertidas clases de Español y Literatura. Se salía de los esquemas y siempre nos advertía: "vengo a enseñarles lo que les servirá para la vida", dedicaba horas y horas a mostrarnos la forma correcta de escribir las palabras, de impregnar de lógica los enunciados que nos compartía como "¿De qué color son las mangas blancas del chaleco de Simón Bolívar?" y aquel que lo descubriese sería merecedor de un exclusivo 10 que embellecería la plantilla de notas. También recuerdo con emoción las clases de inglés de Aníbal Arias, cuando se paraba al frente y empezaba a decirnos que para hablar en inglés había que "babear" a todo el mundo. Con él éramos felices pues siempre en sus clases hacía la cuña para que fuéramos a la excursión de fin de año.

Y si me devuelvo a la primaria, recordaré a doña Miryam Jaramillo que al finalizar aquel 1997, llenó mi pecho de medallas exaltando ese liderazgo que tanto le gustaba y mi disposición para hacer el aseo del salón al finalizar la jornada académica. Después de clase me iba para mi casa a sacar mis dotes de maestro inexperto y enseñarle a leer a Sara a través de la escuelita. Y ahí iba el pelaíto que quería ser profesor, forjando su futuro poco a poco, tratando de disfrutar las clases de don William y sus típicos exámenes los martes sobre tantas lecciones, que había que dedicar los fines de semana a leer y memorizar, porque en aquella época la memoria era más importante que cualquier cosa.

Finalicé undécimo grado y llegué a la universidad. Primero y por un sueño personal, me presenté al temido examen de admisión de la Universidad de Antioquia, la opción perfecta era Licenciatura en Humanidades con énfasis en Lengua Castellana. En aquella época, solo sabía que sería profesor de Español, al fin y al cabo, quería seguir los pasos de Nelly Roldán y ser su reemplazo con la cajita viajera, llena de revistas; o pasar los miércoles a recoger una donación para armar el mercado que se entregaría a los más necesitados. También me inspiraba Martha Elena, de quien decía: "Así seré yo, exigente y templado, es la única forma de aprender y ser disciplinado". El examen me pareció entretenido y pasé. Ese 2003 era maravilloso para mi vida: ¡Pasar a la Universidad de Antioquia y sobre todo, para formarme en docencia! 

Pero como el destino no se controla, por azares de la vida, aterricé en la Universidad EAFIT y seguí mis pasos por otro programa académico, distante de la Licenciatura. Empecé entonces a desarrollar mis estudios y me propuse una nueva meta: ser profesor universitario; no podía perder mi sueño aunque la sociedad me indicara que era un oficio desagradecido, poco rentable o en el que llegan aquellos estudiantes que no son capaces con las matemáticas o de pasar a otro programa académico y aunque mi tío me cuestionara sobre mi futuro y de qué iba a vivir, yo seguía empeñado en aquel sueño que me planteé desde pequeño.

Ya han pasado por mis clases estudiantes de todos las características posibles. Soñadores o forzados, personajes que aman sus programas académicos u otros que lo hacen para alcanzar un ascenso; algunos apasionados y perfeccionistas, otros que le dan prioridad a sus parejas los fines de semana y por eso me reprochan: "Profe, usted pone muchos trabajos y yo tengo vida social". Unos se van contentos otros prefieren discutir sobre la metodología y empezar a pedir flexibilidad. Sin embargo, al preguntarme si volvería a elegir este oficio, responderé: "si, porque soy feliz y es mi gran pasión".

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