Una
promesa de amor llevó a un hombre a pasar 26 meses en la bóveda de un
cementerio, sumido en la droga y en el alcohol, y con la única compañía de sus
amigas: las ánimas del purgatorio.
El
13 de septiembre de 1997 le llegaron con la dolorosa noticia, de que Inés
Vélez, su madre, se encontraba a punto de morir; él, prefirió rematar la pata
de marihuana que apretaba en sus dedos manchados por la nicotina venenosa, y
expresó con arrogancia e ignorancia que los temas del mas allá no eran problema
de él. Luego supo por boca de su hija Piedad Marcela, que la mujer que le había
dado la vida había dejado de existir en el más acá.
Aquella
noche, luego de la traba de todos los días acurrucado en su cambuche de
plásticos y cartones, sintió que un espíritu le remangaba el plástico de la entrada
del mismo, y que un frío lento y penetrante lo envolvía de la punta de los pies
a lo que quedaba de pelo en su cabeza. Mientras miraba el cabo de vela apagarse
supo que aquel ventarrón no era otra cosa que el espíritu de su madre que
quería despedirse de uno de sus cinco hijos hombres al que dejaba sumido en la
droga y en el abandono por causa de la misma, luego de treinta y tres años
entregado a ésta. Aceptada la furia del espíritu debido a su grosería, un
cigarrillo de marihuana más grande de lo normal le ayudó a conciliar el sueño.
Y en el, revivir épocas pasadas, como cuando era joven, y jugueteaba con sus
demás hermanos, y además, era amigo de su padre, Alejandro Rico, relación que
se deterioró con el paso del tiempo hasta el punto de no dirigirse la palabra.
El
entierro de su madre reunió a su alrededor a un sinfín de familiares que vieron
sorprendidos a Álvaro de Jesús Rico Vélez, mas conocido como “Titi”, afeitado y
bañado, así como estrenando ropa que unas tías religiosas le habían regalado
luego de convencerlo de asistir al funeral de su madre. En un principio, él no
quería saber nada de velorios y de entierros, pero por la insistencia de su
hija y de sus tías, decidió que dos guaros dobles y un “pucho” bien cargado
como el mismo lo llama, le darían ánimos suficientes para enfrentar las caras
largas de sus allegados y el rostro inerte de su madre.
Sereno
y perdido en sus recuerdos, firme al pie del ataúd que cubría el cadáver de su
madre, terminó el sacrificio de aquella Eucaristía, dándole un sonoro beso a la
frente blanca y fría de ella, y remató adornando sus dedos reposados y sin
vida, con un clavel blanco que robó de uno de los ramos que adornaban tan
triste ceremonia. Terminada la primera parte del ritual del entierro, una idea
loca empezaba a pasar por su cabeza. Invitando a sus demás hermanos, a cargar
en sus propios hombros a quien les cargó a ellos toda una vida, rechazó a otros
que querían ayudar en aquella tarea.
Corrió
hasta el extremo de la bóveda, el cajón negro con los despojos de su madre,
“Titi”, creyó conveniente hacer desalojar el pasillo del campo santo,
argumentando, de que nadie debería llorar por el descanso que tendrían los
sufrimientos que había pasado esta mujer en vida, todos los problemas de sus
hijos. Nadie imaginaba que por la mente de aquel vicioso vagaban los recuerdos
más hermosos y las intenciones más nobles que un hombre pudiera tener.
Nadie
alcanzo a imaginar, que un ser humano, por el amor a su madre, era capaz de
trasladar su vivienda, al pie de la sepultura de un difunto, menos sabiendo que
aquel difunto, ya tenía escriturada su morada en un campo santo, nadie le
hubiera creído a “Titi” cuando le prometió a su difunta madre, que él, no la
abandonaría nunca más; con aquella promesa, la bóveda 108 del cementerio de
Ciudad Bolívar, tuvo un inquilino vivo, un cadáver en vida, que salía a
espantar los males del mundo en el día y a alimentar un vicio que no podía
dominar. En el diálogo sobrenatural con su madre, “Titi” le explicó a la
difunta, las razones que tenía para tomar aquella decisión; quería cuidar de
ella mientras él viviera para que nadie intentara perturbarla, aunque el
perturbado fuera él.
Fue
así como empezó lo que causaba
admiración entre quienes se enteraban del suceso; en la bóveda 108 del
cementerio un hombre cubría su cuerpo con cartones y novenas a las animas del
purgatorio, acompañado de los huesos de sus vecinos difuntos, buscaba paz para
su alma. Al sonido de su respiración, respondía el silencio sepulcral de las
calaveras. Solo las lluvias temporales incomodaban a “Titi” en su claustro
solitario y frío y, a veces, uno que otro roedor en forma de chucha o el boom
boom de algún cadáver que explotaba debido a su fermentación natural, los
demás, el ulular de búhos, chillar de grillos y gusanos devorando muerte le
servían de arrullo de sus trabas monumentales.
“Qué
culpa tengo yo cuñadita, de que usted me guste tanto”, escuchó “Titi” que le
susurraba al oído, la viuda alebrestada a su amante lesbiana mientras la besaba
y la acariciaba en presencia de las miradas de los difuntos y el silencio
sepulcral de un pasillo del cementerio. “Titi ”, como en muchas otras veces, al
terminar de fumarse su “diablo” como él llama a sus cigarros de marihuana,
escuchó susurros y gemidos placenteros que no podían venir de los difuntos,
ellos cuando hacían acto de presencia, era para acompañar a “Titi” en sus rezos
y no para fornicar, hacían presencia espiritual y luminosa, más o menos como
alumbra una luciérnaga, pero eran ellas, las animas, para guardar por el bien
de su inquilino malicioso y soplador y no para molestar la sepultura de un
marido cachón y altanero que pagó cara su petulancia y para colmo, después de
muerto, contemplar inerte como, su viuda se iba a fornicar al pie de su tumba,
con su propia hermana.
“Titi”,
tal vez iluminado por sus guardianas las animas tuvo la buena idea de espantar
para siempre de sus lares a aquellas desvergonzadas que no le respetaron el
sueño entrecortado a él, ni a sus amigas las animas; disfrazado con un “poncho”
blanco, alumbrado con un cabo de vela y calzando unas botas vaqueras negras,
que una vieja amiga le había regalado, taconeaba duro y pausado, mientras se le
acercaba a las lesbianas con la intención de romper el acto carnal y de paso,
espantar del cementerio, lugar sagrado para él, a aquella viuda lujuriosa que
iba a mortificar el anima en pena de su difunto esposo.
Aterradas
por aquella aparición fantasmagórica, las lesbianas corrieron como locas
despavoridas, acatando solamente a recoger su ropa, que se mal colocaron en las
afueras del campo santo; en el sitio del acto, quedaron unas llaves y lo que
quedaba del guaro y los limones, que alentaron a las amantes a buscar tan
incomodo lugar para sus deseos sexuales. Aquella noche a “Titi” le correspondió
acabar con lo que quedaba de guaro y le tocó tranquilizar a sus amigas las
animas, con unos rezos que recitaba entre sorbo y sorbo; presentía en su
embriaguez que aquella broma podía costarle la vida, sus compañeras de
cambuche, le murmuraban a su lógica, que aquel par de lesbianas, no se
olvidarían del espanto que les interrumpió su romance sepulcral.
Así
como se va tejiendo una telaraña; que la arañita planea y ubica cada hilo en
donde corresponde, así mismo empezó la lesbiana viuda a planear la muerte de
aquel espanto que le dañó su romance y de ñapa, era testigo de sus gustos
sexuales, lo que no le convenía que se supiera en el pueblo, dada su reputación
de señora; aunque en la realidad, solo fueran ciertas, las seis primeras letras
de reputación.
Averiguaba
sobre lo que le sucedió, no podía ser obra de muertos, la lesbiana, supo que en
la bóveda 108 del cementerio habitaba “Titi”, ese vagabundo vicioso que en
muchas ocasiones, le había lavado el carro de su difunto esposo en el
parqueadero “Los búcaros”, habría que dejarlo en su sepultura, encerrado, para
siempre al igual que su secreto.
50
mil pesos, iba a recibir un antiguo mesero de los billares para que se hiciera
cargo de “Titi”, la trampa que le había tendido la araña no podía fallar, sus
hilos de seda, eran infalibles. Avisado por sus guardianas las animas, o tal
vez el alma de su madre que prometió cuidarlo, “Titi” presintió la llegada del
sicario baratero que creyó fácil su trabajo, solo era cuestión de atisbar la
108 del cementerio donde habita un muerto vivo que espantaba a las lesbianas, y
extravió las llaves del negocio heredado de su malicioso marido.
Encaramado
en el techo, “Titi”, veía el sicario como alumbraba el hueco vacío de su bóveda
y el rostro asustado del principiante matón, que no comprendía cómo se la había
escapado su víctima; el mismo lo había visto subir a la cima del cementerio
buscando su guardia sepulcral. Aquel primer intento de muerte, fue tejiendo la
leyenda de que al “Titi” lo cuidaban las animas; “Ninilla”, el hombre que había
recibido 10 mil pesos para que le señalara el camino al sicario, se encargó de
regar el cuento entre sus amigos viciosos, él había sido testigo, de que ese man, se esfumaba cuando lo iban a matar.
Enterado el difunto vivo de toda la red que habían tejido a su alrededor para callar
su broma lujuriosa, se le apareció en el día a la viuda reclamándole respeto
por su vida y el campo santo, o si no, el de sus amigas las animas, de lo
contrario daría a conocer la debilidad que tenía por su cuñadita. Comprendiendo
la viuda que la llevaba perdida con las ánimas del purgatorio, así como con
“Titi”, optó por dejarlo descansar en paz, aunque ahora el que se revolcaba en
su sepultura era su difunto esposo.
“Pobrecito
el señor, no alcanzó ni para comprarle un cajoncito” decían entre dos ancianas
llorosas que se quedaron contemplando la bóveda 108 en donde estaba durmiendo
su traba “Titi”. Aquella mañana, quizá por su traba, o porque se había acostado
pasadas las doce de la noche, “Titi” se dejó coger del día, lo que les permitió
a las señoras enlutadas percatarse del singular espectáculo; un difunto en su
lugar de reposo eterno, pero sin las cuatro tablas que lo debían proteger del
frío que estas bóvedas traen consigo. Cuando “Titi” escuchó el lamento de las
madrugadoras magdalenas, sintió ganas de reír, pero el recuerdo de su madre
pidiéndole respeto por el campo santo se lo impidió; más bien asumió su papel
de muerto con la seriedad del caso y dejó que las ancianas elevaran sus
plegarias por aquel desamparado que no tuvo ni siquiera un cofre carcomido de
polilla para su último viaje. Contrario a lo que “Titi” pensaba era común y
corriente, para aquellas “lagrimonas” no era, fueron a contarle al padre Arturo
lo que habían visto.
El sacerdote, convencido de la idiotez de aquel cuento
llamó al sepulturero para que le confirmara el chisme, este, en solidaridad con
el difunto vivo, le dijo que eso era imaginación de las viejas chismosas y
lloronas, que la bóveda 108, estaba desocupada, y el mismo podía ir, eso sí en
el día, a verificarlo. Con aquella afirmación del enterrador, “Titi”, logró que
su rutina de enterrarse vivo, no fuera interrumpida, salvo una que otra vez,
como cuando las lesbianas, o cuando los
satánicos decidieron hacer sus ritos orgiásticos, los cuales tenían de todo,
sexo, licor, bareta, perica, “cacorrismo”, lesbianismo, y otras cosas más,
incluida la sacada de un muerto a participar de la orgía amorosa de su novia
satánica. Cuando “Titi” era testigo de todo este desorden que creaban sus
colegas vivos, se refugiaba aún más en su bóveda que protegían sus amigas las
animas, de las que sabía, le agradecían sus rosarios y oraciones motivo por el que,
él las saludaba cada que llegaba a buscar su dormida “cómo estás 109, qué hubo
110, cómo le fue hoy 102”, a las que no les alcanzaba el saludo, les tiraba
unas piedritas como señal de amistad, luego prendía su “pucho” de marihuana y
se acostaba a soñar con su madre; soñaba que lo mimaba y lo cuidaba.
Lleno
de perica en todos los bolsillos, sucia y pálida como momia viva que él era, “Titi”
acostumbraba emprender la subida del cementerio todos los días a eso de las
once de la noche. Terminada su labor de limpieza a una de las mesas de billar
que un amigo suyo tenía en su negocio, el muerto viviente daba algunas vueltas
por los toldos de fritanga, tratando de que el colesterol se le impregnara en
su cuerpo raquítico y maltratado. Cuando las dos papas y la gaseosa sabor uva,
su favorita, que eran su comida, se acomodaban en la cavidad angosta de su estómago,
allá, en el último lugar que quedaba a salvo de la droga, el ánima en pena que
era “Titi”, buscaba su refugio vampirezco.
“Titi”
sabía por la costumbre, que sus amigas las ánimas, los esperaban en el hotel
cinco estrellas que él invadía, para ellas “poder dormir en paz”, ellas venían a
esperarlo abajo, allá donde empezaba la subida al campo santo y juntos
empezaban sus oraciones que terminaban cuando “Titi”, la cabeza asomaba en la
sepultura, sus pies contra el fondo de la fosa, se despedía de todas ellas.
Detrás de un eucalipto que estaba en medio de la loma del cementerio, una
figura enigmática y perversa hacia ademanes de apuntar a un blanco invisible
que no aparecía en el oscuro camino, aquella figura desconocida, esperaba con
paciencia a que su víctima subiera a buscar su dormida para atentar contra él a
lo lejos. Aquel era el segundo intento de alguien, para quitar de en medio al
vicioso “Titi”. No sabía aquel matón que a “Titi”, las ánimas lo rodeaban para
subirlo a la sepultura y que los muertos tuvieron su día y su hora, a “Titi” le
faltaba mucho por ver y escuchar. Supo después de boca de un amigo, que aquella
noche se había salvado, porque el homicida se había asustado al verlo
acompañado de alguien, que debió ser el alma de su madre, y no tuvo agallas
para apretar el gatillo. “Titi” supo entonces, que no solo la viuda alegre quería
verlo muerto para siempre, sino alguien más. Acrecentando su diálogo nocturno
con el mas allá, el inquilino de la bóveda 108, sabía que la muerte lo andaba
rondando y no era precisamente para hacerle compañía; lo quería eternamente
para ella, así como tenía a los demás huéspedes de aquel cementerio, lo quería
en la bóveda 108 de día y de noche, sin saliditas a buscar vida y vicio, sin
espanticos de mentiras.
Fue
tanta la insistencia de las dolorosas ante el padre Arturo, que él, un día
salió en búsqueda clandestina acompañado de las denunciantes, a verificar con
sus propios ojos lo que estaba sucediendo en aquel lugar. Despertado de su
limbo narcotizante por el bullicio de las camanduleras, “Titi” supo que el
administrador de su vecindario se hallaba al pie de su sepultura, dispuesto a
reclamarle por ocupar el inquilinato sin su consentimiento.
Guardando
la esperanza de que el hambre derrotaría al Padre, “Titi” simuló seguir
durmiendo, igual que hacían sus vecinos. Transcurridas dos horas de aquella
batalla imaginaria, el resucitado, bajó de la fría loza a buscar el agua que
espantaría la prueba de su letargo. En esas estaba, cuando lo encontró el Padre
que lo saludaba amablemente. Cogido con su cuerpo en la sepultura o en esta
casa, con los pies en la bóveda, o mejor, con las manos entre los cadáveres,
“titi” no tuvo más que hacer sino confesar su atrevimiento al sacerdote, que incrédulo
lo escuchaba lelo. Fue así como le contó al Padre, de la promesa hecha a su
madre el día del cementerio, de sus noches espantando satánicos y lesbianas, así
como su intención de desocupar la bóveda si él así lo quería, “no quiero que
mis problemas sean sus problemas” terminó por decirle “Titi” al Cura, quien le respondió
que “sus problemas si eran su problema” y optó por dejarlo de inquilino en la
“alcoba” 108 de su “hotel”, era lo menos que podía hacer con aquel cadáver
soplador, que había tenido la valentía y la cordura de confesar ante la misma
autoridad eclesiástica, los motivos que lo llevaban a hacerle compañía a los
difuntos; hasta donde el cura sabía, era la primera vez que aquello sucedía y él
era testigo de tal suceso. Como buen consejero espiritual y material que era el
cura, trató de convencer a “Titi”, que dejara aquel incomodo cuarto por un alto
cargo en un centro de rehabilitación que administraba la parroquia por aquellas
épocas. “Titi”, Convenció al pastor de ovejas descarriadas, de que él prefería
estar al lado de vivientes más confiables y amistosos, que ellas algún día le
ayudaría a dejar su vicio de bareta y perica, de lo cual, él, era consciente lo
mantenía con un pie en la sepultura y otro en la calle arriesgando su pellejo
de momia viva.
Las
motos no eran conocidas en el pueblo, incluso, notó que una de las tres que había,
no tenía la placa. Con la malicia indigente que había aprendido en la calle y
en los antros de vicio que solía frecuentar en “la zona”, como es llamado el
sitio donde venden la droga en Ciudad Bolívar, “Titi” comprendió que aquello no
era normal. Cuando se cansó de la bullaranga del parque y del olor a “cagajón”
de los caballos que habían en aquellas fiestas, emprendió su viaje a la 108 a
prenderse su diablo, como el llamaba a los “baretos” de bazuca. En la entrada
del campo santo estaban las tres motos, rodeando el cementerio por la parte de
atrás, se escondió en un guamo que sobresalía por encima del muro y desde
aquella posición pudo ver y escuchar a los sicarios que se repartían posiciones
para no dejar escapar el ánima de “Titi” cuando éste llegara a dormir. Sabiendo
que en estos casos, la paciencia puede más que la ansiedad de los asesinos, el
candidato a cadáver guardó silencio y esperó que los tres sicarios se cansaran
de esperar, lo que al fin sucedió. Convencido de que al menos por aquella noche
no darían cuenta de él, “Titi” dialogó con sus guardaespaldas las ánimas y no
pudo dormir tranquilo. Los tres sicarios, conversando entre ellos, no
comprendían cómo su víctima se les escaba, entre rabias y ansiedad, dijeron el
nombre de quienes querían muerto a “Titi”; su esposa y el amante, la mamá de
sus dos hijos vivos y uno muerto a causa de haberse ahogado teniendo apenas 3
años y 3 meses de vida. Eran 100 mil pesos lo que estaban dando estas dos personas muy allegadas a él, para
quitarlo del medio. Querían que no estorbara para ellos fornicar en paz, viendo
que ya eran varias veces las que habían querido despacharlo al mas allá, “Titi”
decidió irse a tierras vecinas como Medellín y el Chocó, llevándose lo que tenía
puesto y el recuerdo y amparo de sus ánimas benditas.
Antes
de marcharse recordó, las veces en las que tuvo que defender el cementerio y a
sus habitantes de las hordas de satánicos borrachos que pretendían crear sus
carnavales satánicos en el lugar que albergaba el cadáver su madre, recordó a
los amantes exóticos que para poder ritualizar su entrega carnal, buscaban los
extramuros de este lugar, y al frente de una determinada bóveda, iniciaban su
entrega lujuriosa, testimoniada por los clic clic de una cámara fotográfica
puesta en automático, que no dejaba escapar ni una de las posiciones
sadomasoquista de los dos cuerpos que insistían en retratar su delito amoroso
en aquel lugar, que fuera creado no propiamente para aquellos actos. Fue tanta
la sorpresa de “Titi” viendo aquel show, que igual que a las lesbianas, les armó
su espanto; esta vez con un tarro viejo y bulloso que despertó a los amantes de
su nido pasional, curándoles del susto sus instintos carnales poco comunes.
Recordó, además, una noche de luna llena, cuando doce satánicos armaron su orgía
de sexo y rezos; y hasta de muerte, si “Titi” no hubiera tenido la precaución
de esconderse.
Cuando
estaban en el clímax de su orgasmo ritual, decidieron que “Titi” era un testigo
ocular que debían eliminar, sabían que él, los había visto, cuando se robaban
una tumba y retiraban los restos del difunto, haciendo luego quemas y ritos con
el ataúd, no podían dejar vivo al testigo de la forma en que guardaron los
restos en una caja de cartón que llevaron para tal fin, era demasiado riesgoso
para ellos, que “Titi” viera y de pronto contara todo, más aún sabiendo que con
aquella luna llena y el alboroto, los pudo haber identificado.
En
aquella ocasión, de nuevo el montón de lucecitas salvaron el vicioso de morir.
Al no encontrarlo en su sepultura dejaron de pensar en él. Mientras tanto, él escondido
detrás de unos árboles, observaba el carnaval. Cuando se armó el bochinche y la
bulla por la pérdida de los huesos del muerto, “Titi” enfrentó al jefe de los
satánicos para que devolvieran el cadáver a su sitio, o sino, los aventaba ante
las autoridades; el pacto fue sencillo y rápido él no había visto nada y ellos seguirían
en la clandestinidad y el muerto volvería, después de un mes de vacaciones a la
tumba, eso si palabra de macabros, el cementerio nunca volvería a ser escenario
de ritos satánicos o “Titi” hablaría y señalaría.
Cansado
de todo esto y con miedo de perder su vida, “Titi” se despidió de sus amigas
las animas y éstas lo despidieron dándole las gracias por sus rezos y cuidados,
con un desfile de lucecitas que no eran luces pero alumbraban, tanto que le señalaron
el camino que lo guió al encuentro consigo mismo, permitiéndole dejar el vicio
que lo había atrapado, sin necesidad de ningún centro de rehabilitación, solo
con la firme decisión de regenerarse. Hoy en día, “Titi” es una persona sana y
servicial que todo el pueblo quiere, saluda y busca para hacerle encargos y de
paso sacarle las anécdotas que vivió en sus veintiséis meses de inquilino en la
bóveda 108 del cementerio. Algunas personas que fueron testigos de lo que vivió
“Titi”, se asombran de verlo regenerado y útil a la sociedad, se asombran del
camino que sufrió ese muerto que debían buscar en el cementerio para que fuera
a lavar un carro, “estamos en la hija de puta olla, desde que tengamos que
venir al cementerio a buscar un cadáver para que me lave el carro”, afirmó alguien
un día, cuando le contaron el cuento de “Titi” y su bóveda; tuvo que verlo para
creerlo. Con una cortesía digna de admiración en un hombre de su clase, “Titi”
se ríe de su pasado y en el interior de su alma, lanza ruegos a sus amigas las ánimas
del purgatorio; y ruega en especial, a la de su madre, para que no lo vuelva a
dejar caer en las tentaciones de la droga, y de paso lo libre de los actos que
a él le tocó ver y espantar.
“Titi”
es un hombre absolutamente diferente, con ganas de vivir y salir adelante; hoy
en día trabaja como pintor de fincas y en esta ocasión fue contratado para
pintar 13 de éstas, es un hombre solidario y respetuoso, que vive al lado de 3
hermanas con las que no se lleva muy bien debido a su cambio de actitud para
enfrentar la vida, y además, vive al lado de su padre, del cual volvió a ser
amigo en tristes circunstancias, ya que hoy en día Don Alejandro está un poco
mal de la cabeza, pero “Titi” lo ayuda y le ofrece lo mejor que puede brindarle:
su amor y comprensión en todo momento.
Personas
como Clara Inés, conocen a “Titi” desde antes de caer en la drogadicción y de
su paso por el cementerio como muerto viviente; con el paso del tiempo lo
valoran más y le tienen un aprecio más grande del que le han tenido siempre,
que ha sido mucho. “A “Titi” nunca se le negó la entrada a la casa, ni un
almuerzo o cualquier cosa que necesitara, siempre contó con el apoyo de todos
en esta casa y es que lo más importante es que aunque “Titi” estuviera
entregado a la droga jamás hizo nada malo como robar o matar para que perdiera
el cariño de todas las personas que crecimos con él y lo conocimos de toda la
vida”. dice Clara, con alegría y entusiasmo.
El
14 de noviembre del presente año, “Titi” cumplirá 15 años de regenerado y en
honor a este gran esfuerzo y por supuesto al triunfo que tuvo como una muestra
de superación le harán un reconocimiento en las “fiestas del arriero” que se
celebrarán del 7 al 12 de noviembre en el municipio, porque fue precisamente en
una fiestas que “Titi” tomó la dura y definitiva decisión. Desde aquel día, él
prometió que jamás lo verían en la calle después de las seis de la tarde, para
recompensar el tiempo que perdió trasnochando y siendo un degenerado en las
calles de Ciudad Bolívar; hoy en día y después de tantos años ha cumplido su
promesa y se siente feliz y honrado de este reto que se propuso y que a su modo
de ver ha sido la mejor decisión que alguien pueda tomar.
“Titi”
ha ayudado a muchos drogadictos desde ese momento, con una palabra de aliento y
de ánimo los ha motivado para que salgan adelante y entiendan que si se puede,
a la única persona que ha podido convencer de tomar tal decisión es a su hija
Piedad Marcela, quien consume desde los 10 años, la misma edad en que él
comenzó.